Era una casa enorme, muy aireada, bien conservada, a pesar de sus años.
La habían construido sus abuelos, antes del nacimiento de su madre y de
sus tíos.
Cada rincón le traía hermosos recuerdos de su infancia. Cerraba los ojos
y oía las risas de sus primos y de sus hermanos.
En la alcoba del tercer piso guardaban todo aquello que sin ningún valor
comercial, significaba tanto para Mariana, su abuela.
Aquella cálida y ventosa tarde de septiembre, Alma había encontrado la
llave de un baúl en cuyo interior había elementos totalmente desconocidos para
ella.
Tenía la certeza que descubriría grandes secretos allí, ocultos durante
décadas.
Cerró la puerta de la habitación. Tomó un almohadón, lo ubicó en el piso,
se sentó, abrió el baúl y comenzó la tarea que esperaba hacía tanto tiempo.
Decenas de sobres amarillentos, que contenían postales, fotos y cartas;
servilletas de diferentes cafés y restaurantes; rosas secas; envoltorios de
chocolates.
Tomó un fino papel prolijamente doblado. Lo abrió con mucho cuidado.
–
¡Alma! ¡Alma! ¡Vení, es urgente!
Se levantó de un salto, soltó lo que no había alcanzado a leer, dio las
dos vueltas de llaves de la puerta, y bajó las escaleras corriendo.
La ventana había quedado abierta.
El mayor secreto de Mariana, plasmado sobre una hoja transparente, escrita
con tinta roja, había sido capturado por el viento y trasladado quién sabe a
donde.
Éste es el comienzo de un cuento.
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