Mediados de
1984.
La
confirmación de su puesto como maestra suplente, por tres meses, fuera de su
ciudad, no era la noticia que tanto estaba esperando. Le hubiera gustado un
lugar más agradable, aunque fuera en una zona rural, pero más cerca de su casa.
Sin embargo,
no dudó en aceptar. No solo necesitaba el dinero, sino que le serviría para
sumar puntaje.
Ya no podría
ir a dar clases en bicicleta, como lo hacía en sus prácticas. El único medio de
transporte posible para ella sería el tren.
Sería muy
duro estar tantas horas lejos, sin contacto con su padre, cuyo estado de salud
era delicado. No tenían teléfono. Lo habían pedido a fines de la década
anterior, sin resultados.
Era una
templada mañana de invierno. Llovía torrencialmente. Se levantó con una hora y
media de anticipación. Se bañó, se maquilló, se vistió acorde al clima, preparó
un bolso con una muda de ropa, calzado, una toalla y su flamante guardapolvo
blanco que aún no había estrenado. Con sus diecinueve años recién cumplidos,
parecía una adolescente.
Veinticinco
minutos de viaje en colectivo, la separaban de la estación de trenes. La
puntualidad la caracterizaba desde muy pequeña. Sabía que llegaría temprano,
pero prefería que así fuera.
El tren
salió a horario. Cientos de personas de diversas edades y ocupaciones
circulaban apurados para llegar a sus respectivos trabajos. Se sentó en el
tercer vagón, del lado de la ventanilla. Melancólica, miró el paisaje urbano
que tantas veces había contemplado viajando con su madre. Imaginó los rostros
de sus nuevos alumnos al recibir la noticia sobre su llegada como maestra
suplente. Alguien la hizo suspender sus pensamientos, ofreciéndole un caramelo
de menta.
–
Gracias – dijo acercando su delicada mano.
Un muchacho poco mayor que ella se había sentado a su lado.
También llevaba libros y carpetas.
–
¿Somos colegas?
–
Yo soy maestra de 5º grado.
–
Yo, profesor de matemática en colegios secundarios.
–
Me llamo Gabriel.
–
Ingrid, mucho gusto – dijo, dándole la mano derecha.
Ambos estaban recién recibidos. Tenía muchas ideas para poner en
práctica. Habría tiempo para ello. Estaban comenzando su vida como docentes.
Ingrid lamentó tener que bajarse del tren en lo mejor de la
conversación. Se despidieron como viejos amigos, luego de unos escasos minutos
de charla.
La mañana siguiente estaba espléndida, aunque con menos
temperatura. Los nervios de Ingrid habían disminuido. Los temores del primer
día ya habían pasado.
Al subir al tren decidió sentarse en el mismo asiento. Reservó el
de al lado colocando libros y carpetas hasta que Gabriel llegó.
–
Perdón, ¿está ocupado?
–
No.
–
¿Lo guardaste para mí?
Las mejillas de Ingrid se tiñeron de rojo. ¿Qué diría su novio si
se enterara?
Retomaron la charla y nuevamente el tiempo transcurrió volando.
Ingrid nunca se había sentido tan cómoda con nadie, ni siquiera
con sus compañeros de secundaria. Guardó su secreto. Le producía terror saber
que alguien podría pensar mal de ella, por esa cita diaria en el tren.
Una fría mañana Gabriel llegó con medialunas tan calientes como
exquisitas, que disfrutaron en el corto trayecto que compartieron. Segundos
antes de que Ingrid bajara, anotó su nombre y dirección en un boleto de tren y
lo envolvió en una servilleta.
–
Teléfono no tengo.
–
Yo tampoco – agregó Ingrid, mientras guardaba la servilleta en su
libro.
Tres semanas después de su primer encuentro, Gabriel fue
convocado para trabajar en un colegio de su ciudad. No pudo despedirse de
Ingrid.
Julio de
2014.
Ingrid
quería aprovechar las vacaciones de invierno para ordenar su casa. Decidió
empezar por su biblioteca. Cada libro tenía un importante significado. Algo
cayó de uno de ellos. Había permanecido allí durante treinta años.
Jamás había
olvidado a Gabriel. En los últimos tiempos lamentó no haber sabido su apellido,
para buscarlo a través de Internet. No pudo evitar pensar qué habría sucedido
si hubieran continuado con esa amistad que poco a poco se había ido
convirtiendo en algo prohibido, aunque sus labios se habían rozado solo una
vez. Estaba arrepentida de haber corrido su cara cuando él intentó besarla. En
ese momento no se hubiera perdonado engañar al que luego fue su esposo.
–
¡Qué idiota fui! – dijo en voz alta.
Convivir con
Damián había sido una tortura. Luego de su divorcio pasaron pocos hombres por
su vida. Relaciones intrascendentes.
Nunca pudo
olvidar los viajes compartidos con ese ser tan especial. Era increíble que esos
pocos días hubieran sido tan importantes, luego de tres décadas.
Abrió la
servilleta con la ilusión de encontrar
algún dato más. Solo decía su nombre y la dirección. Buscó en Google. En ese
lugar habían construido un edificio de oficinas. La casa de Gabriel ya no
existía. No tenía información suficiente para buscarlo.
Como no
tenía horarios que cumplir, haría algo diferente durante su receso invernal. Y
su actividad no tenía por qué limitarse a la limpieza.
A la mañana
siguiente subió a su auto. Estacionó a cincuenta metros de la estación. El tren
salió a la misma hora que hacía treinta años. En la misma estación subió
Gabriel, que había soñado con Ingrid aquella noche. El asiento que ella le
guardaba cada día estaba ocupado por una pila de libros con hojas amarillas.
–
¿Me puedo sentar?
–
No sé. Te fuiste sin despedirte – dijo quitando sus cosas.
–
¿Querés que nos despidamos ahora?
–
No. ¿Vos querés eso?
–
Quiero que retomemos la charla inconclusa.
Se sentó. Se
miraron. Sus labios se rozaron, como aquella vez, pero segundos más tarde se
perdieron en un beso eterno. Sin darse cuenta, Ingrid y Gabriel llegaron a
destino.
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