Alejandro
había ganado sus primeros trofeos de ajedrez cuando aún no sabía ni las tablas
de multiplicar. Fueron cuatro años de práctica de un deporte que abandonaría
durante mucho tiempo, sin una razón valedera.
Aunque
no fue consciente de ello, su entrenamiento sirvió para enfrentar varias
catástrofes en su vida, siendo muy chico. Su estrategia fue increíble y
admirable.
Situaciones
límites lo llevaron a caminar por senderos que conducían a laberintos de los
que sería muy difícil escapar. Un horrible ser, disfrazado de tigre hambriento,
seguía sus pasos, intentando transformarlo, con amenazas constantes. Pretendía
que fuera un depredador, que lo acompañara en sus tareas de destrucción. No lo
logró. Alejandro huyó de todo lo malo
que se presentaba ante él, tentándolo por unas pocas monedas. Pudo conservar su
esencia. Ese niño bueno que había habitado en su pequeño cuerpo, fue creciendo,
manteniendo sus valores, su energía, sus ganas de vivir.
Una
tarde fue a varias bibliotecas en busca de un libro que necesitaba una vieja amiga.
Lo consiguió y se lo llevó a su casa. Emilia lo estaba esperando sentada detrás
de un escritorio sobre el cual había un enorme reloj de arena, que recordaba de
cuando eran pequeños y jugaban con el paso del tiempo.
Se
acercó, le dio un beso en la mejilla y se sentó frente a ella. Hacía varios
años que no se veían, pero seguían en contacto vía Internet y en forma
telefónica. Notó tristeza en su mirada. Se veía rara. No se animó a preguntar.
Ella le
agradeció por lo del libro. Lo tomó de las manos y simplemente dijo:
_
Tuve un accidente hace unos meses. Quedé paralítica Mi vida
está en ruinas.
_
Contá conmigo, para lo que necesites – le respondió, con la
voz entrecortada y lágrimas que no pudo contener.
Emilia
había decidido mantener el secreto hasta ese momento. Se había aislado de todo.
Su familia había respetado su silencio y la había ayudado, mudándose de ciudad,
manera provisoria y regresando a su lugar de origen, sin comentarlo demasiado.
El
ajedrez había sido su compañero los últimos tiempos. El tablero y los libros
lograban que su mente venciera a los malos pensamientos. De manera que,
Alejandro, a partir de ese día, retomó el deporte que había abandonado hacía casi
diez años. Al comienzo, la mayoría de las partidas eran ganadas por Emilia.
Alejandro no estaba en estado. Pero luego, con la práctica, fue alcanzándola.
Visitó
bibliotecas, cada semana, ingresando en un nuevo mundo, disfrutando también de
la lectura. Y llevó a Emilia a especialistas que le fueron devolviendo la
esperanza de volver a caminar.
Poco
después, dejaron de ser amigos. No fue de golpe. Sus sentimientos fueron
transformándose. Se amaron. Y ese amor fue creciendo con ellos. Se admiraron.
Formaron
un equipo invencible. Lucharon contra monstruos humanos que eran esclavos de
los prejuicios, personas sin alma que actuaban como robots, cuya misión era
destruir, lastimar, humillar. Y no fue una batalla. Fueron muchas, una tras
otra, sin respiro.
Aunque
eran profundas, curaron sus heridas y el dolor iba disminuyendo su intensidad,
con el correr del tiempo.
De a
poco fueron dejando la adolescencia, para darle paso a otra etapa. Y se
convirtieron en dos adultos, que pudieron ir juntos, de la mano, dispuestos a
enfrentar lo que fuera, para hacer realidad sus sueños.
No
necesitaron de una brújula que les marcara el camino. Tenían muy claro dónde
estaban, hacia dónde querían ir y el lugar al que jamás regresarían.
En el
torneo más importante de sus vidas jugaron en pareja y obtuvieron el premio
mayor: Emilia recuperó la movilidad de sus piernas. Y cada uno pudo
desarrollarse en forma individual, en lo suyo, pero sabiendo que el otro
estaría a su lado siempre, apoyando, en todo momento.