Cuando una mujer planifica quedar embarazada, sueña con la confirmación
de la existencia de su hijo. Cuando sabe que está en su vientre, espera ansiosa
poder percibir sus movimientos. Y luego, cuenta los días que restan para tenerlo
en sus brazos.
Una vez que nace, las sorpresas superan las expectativas; semana a semana
ve los progresos de ese ser, que tan rápidamente va creciendo.
Y hay un momento muy especial, indescriptible: es aquel en el que la
palabra MAMÁ sale de esa pequeña boca y cuyo sonido es una dulce canción. Una
canción que se repite infinitas veces al cabo del día. Una canción que da la
energía que esa mamá necesita, luego de tantas noches deseosa de dormir. Una
canción que moviliza. Una canción que gratifica. Una canción que alimenta.
Yo no lo esperaba en este momento. Calculaba que pasaría un largo tiempo
hasta que mi bebé me nombrara. Sin embargo, apenas cumplidos los siete meses,
me llama cada vez que me necesita.
En treinta y un años, nunca me llené de orgullo tanto como ahora, cuando
escucho esa palabra hecha canción.
Hasta hace pocos meses pensaba que la mejor etapa de una mujer era el
embarazo. Hoy, dejo de lado esa teoría para afirmar que a partir de la
concepción de un hijo, las palabras no son suficientes para describir la
satisfacción que provoca cada gesto, cada mirada, cada sonido, emanado de ese
ser al que conocemos más que a nosotras mismas.
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